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Lenguaje corporal
¿Cómo saber leer esas pequeñas evidencia que delatan al mentiroso? ¿Cuáles son los gestos y posturas que acompañan no sólo a la mentira, sino a las emociones que desencadena el hecho de mentir? En esta nota, todo lo que debe tener en cuenta para descubrir al embustero, y actuar en consecuencia.
LO IMPORTANTE:
La mentira siempre se evidencia: por la voz, la mirada, las manos…
LO IMPRESCIDIBLE:
- Prestar atención a la intuición.
Si sentimos que nos mienten, es probable que así sea.
¿Quién no recuerda la historia de Pinocho al que le crecía la nariz cada vez que mentía? Las personas también como este personaje, solemos dejar indicios que delatan la falta de autenticidad de nuestro relato. Esto sucede sencillamente porque somos permeables y las emociones –de frustración, recelo o satisfacción- se nos cuelan involuntariamente a través de la piel. En uno de sus trabajos sobre el inconciente, Freud escribió: “Quien tenga ojos para ver y oídos para oír puede convencerse a sí mismo de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Lo que sus labios callan, lo dicen sus dedos; cada uno de sus poros lo traiciona”.
Sin embargo, a veces caemos en la trampa y creemos –a rajatabla- el cuento que alguien nos teje con maestría. Pero quédese tranquilo, hasta el mejor embustero tiene un talón de Aquiles. Estar atentos es, por supuesto, uno de los mejores escudos contra la mentira, pero existe otro que rara vez nos falla: esa sensación intransferible, casi inenarrable, de que algo no está en su lugar -como cuando comenzamos a armar un rompecabezas y tenemos la impresión de que nos falta una pieza. Es un vestigio que nos cruza el pensamiento de manera fugaz y que aún habiendo transitado ya ese momento particular, se empecina en traernos a la cabeza una y otra vez “La Situación”. Ese no poder dejar atrás un episodio, una explicación o una mirada, es el mejor de los alertas contra el embuste y también el punto de partida para comenzar a reconstruir las señales del engaño.
Mentiras de distinto tipo
Pensemos en una escena de la vida cotidiana: una mujer vuelve a casa con un bonito par de zapatos nuevos. Para su marido sólo es “otro” par de zapatos –bonitos sí, pero “otro” al fin- que se suma a la legión de zapatos del placard de su esposa. La pregunta no tarda en llegar: “¿cuánto te costaron?”. La esposa repregunta con aire distraído “¿qué cuánto me costaron? –primer indicio de una posible mentira-. Una ganga porque estaban en liquidación por cambio de temporada.”. Ríe y agrega como al pasar: “ciento cuarenta pesos”. De poder chequear en la factura de compra –que por cierto no aparecerá jamás en la vida- el marido apreciaría una diferencia de ochenta pesos sobre el precio que le comentó su esposa. Y sí, eso claramente es una mentira por falseamiento. Quien falsea retiene información verdadera y agrega información falsa como si fuese cierta.
Veamos otra situación: vamos a la muestra de arte de un buen amigo y en la galería nos encontramos con viejos compañeros, colegas y… con esa ex novia cuyo final “dramático” nos relegó años atrás a dos sesiones de terapia por semana. Al llegar a casa le contamos a nuestra pareja acerca de las esculturas suntuosas, el buen vino que servían y la alegría que nos provocó ver a nuestros antiguos compañero de facultad después de tanto tiempo. Pero eso sí, de esa morocha que nos rompió el corazón y con quien compartimos un brindis al paso esa misma noche, ni una palabra. Esto es la mentira por ocultamiento. El mentiroso que oculta retiene información sin decir nada que falte a la verdad.
Si nuestra pareja está atenta y no hace caso omiso de esa extraña sensación que le provoca nuestro tono desenfadado o la mirada boba con la que hablamos de la galería de arte, la mentira está a un paso de ser despedazada.
A favor de la mentira
En su libro “Cómo detectar mentiras”, Paul Ekman -profesor de psicología de la Universidad de California, asesor del FBI y uno de los investigadores más prolíficos en el campo de las mentiras- nos dice lisa y llanamente “todos mienten”. Y agrega “pero si nunca pudiéramos mentir la vida resultaría más difícil y mantener las relaciones, más arduo. Se perdería la cortesía, el afán de suavizar las cosas, de ocultar aquellos sentimientos propios que uno querría no tener”.
Las 3 emociones del mentiroso
De todas las emociones que le corren por las venas al embustero cuando miente, tres de ellas son las grandes responsables de que sea descubierto:
- El temor a ser atrapado.
- El sentimiento de culpa que le genera decir una mentira.
- La satisfacción de saber que hemos caído en su trampa.
Y todas ellas se encargan de volverse visibles en el cuerpo. Así como la fiebre es un síntoma y no una enfermedad en sí misma, ciertas conductas ponen de manifiesto que el acto de engañar ha sido ejecutado. Aprender a leer estos subtítulos nos vuelve paulatinamente más sensibles a percibir los cambios actitudinales que acompañan al mentiroso.
Cómo detectar a un mentiroso
- Uno de los aspectos centrales a tener en cuenta es la falta de sincronización corporal –como cuando se apunta con el dedo pero se dirige la mirada en otra dirección- que manifiesta el mentiroso. Esto ocurre generalmente al inventar o falsear información, cuando la mente se distrae y el cuerpo se comporta con falta de coherencia.
- Repetir la pregunta. Sea total o parcialmente. Imaginemos un ejemplo rápido. Ella pregunta: “mi amor ¿por qué tardaste tanto en el gimnasio?”. Y él le responde: “¿En el gimnasio?” o “¿Por qué tardé tanto?”. En esas milésimas de segundo que el mentiroso gana repitiendo la pregunta, puede comenzar a construir una respuesta que resulte verosímil. Es una táctica –simple pero útil- para ganar algo de tiempo.
- Los gestos de autosilenciamiento. En uno de sus libros titulado “El lenguaje del cuerpo”, Allan Pease explica que la mayor parte de los gestos adultos son en realidad el resultado de la metamorfosis que sufren los gestos de los niños para llamar cada vez menos la atención. Cuando un niño escucha una mentira –o una mala palabra, por ejemplo- suele taparse la boca con las dos manos. De la misma manera, cuando somos adultos y escuchamos nuestra propia mentira, tendemos no ya a cubrirnos ostensiblemente la boca, sino a ejecutar algún gesto más sutil, como rozarnos las comisuras de los labios o ubicar fugazmente el dedo índice perpendicular a los labios como cuando pedimos silencio.
- La mirada extrema. La filosofía barata acerca del lenguaje corporal sostiene que el mentiroso esquiva los ojos de su interlocutor. Y esto lo sabe de sobra el propio embaucador que intentará volver mucho más creíble su actuación sosteniendo la mirada hasta las últimas circunstancias. Pero no todo es tan simple y una mirada extremadamente esquiva, también funciona como un buen indicador de que un engaño se está llevando a cabo. En uno u otro caso, los extremos deberían llamarnos la atención.
- Explicar innecesariamente. Si sentamos a dos adolescentes frente a nosotros y les hacemos al mismo tiempo la misma pregunta, por ejemplo: “¿Quién de ustedes vació la botella de whisky etiqueta azul que papá guarda en la biblioteca?”. El “inocente” va a tomarse su tiempo, preguntar qué pasó con la botella y terminar afirmando que no tiene ni la menor idea de qué ocurrió ni cuándo. El “culpable”, en cambio, va a responder rápida y torrencialmente –incluso antes que el inocente-, dando explicaciones que nadie le pidió, justificando con detalles innecesarios y esquivando la respuesta concreta.
- Cambios en el tono y volumen de la voz. Cuando una persona miente, su voz se vuelve drásticamente grave y baja su intensidad hasta en un 50 porciento. Siete de cada diez personas perciben estos cambios en su voz cuando ocultan o falsean información. Habitualmente el volumen baja durante la mentira y retoma su tono y volumen habituales al terminarla.
- La sonrisa de autosatisfacción. La sonrisa es un gesto que el mentiroso utiliza con asiduidad porque le permite enmascarar otras emociones que podrían ponerlo en evidencia. Pero entre las sonrisas que suelen acompañar la mentira, la de autosatisfacción se destaca porque trasluce el deleite que el mentiroso siente por haber sido convincente. Esta sonrisa es fugaz, breve, hunde levemente ambas comisuras en dirección a las orejas, suele acompañarse con una inclinación de la cabeza hacia atrás y se sofoca rápidamente.
(Los gestos que delatan)
- Otro comportamiento clásico es el de autoconsolación –alisarse un mechón de pelo, acariciarse furtivamente el antebrazo o el dorso de la mano con el pulgar. La persona que ejecuta estos gestos busca reconfortarse a sí misma ante la angustia o el sentimiento de culpa que le despierta mentir. Es una forma de decirse a uno mismo “bueno, tranquilo, no es para tanto”.
- Las cejas en forma de carpa. Cuando mienten, muchas personas se sienten invadidas por sentimientos de angustia, lo que provoca no sólo una actividad muy intensa en los músculos de la frente, sino la configuración de las cejas en forma de V invertida. Esas posición de las cejas, presente habitualmente en las manifestaciones de tristeza, se filtra involuntariamente en el embustero y es plenamente visible para quien permanece atento.
- La mano que explica. Uno de los gestos habituales que acompañan la mentira es levantar uno de los hombros y rotar la mano –que cuelga del brazo laxo del mismo lado- hacia afuera. Imagine que le pregunta a un compañero de trabajo con perplejidad: “¿dónde está la carpeta?”. Ese ademán que sostiene la pregunta es similar al que aparece en el embaucador. Es un gesto típico de justificación que, si fuésemos niños, aparecería al decir “y yo qué sé quién rompió ese plato con la pelota”.
- Las sonrisas encubridoras de emociones negativas –como el miedo o la culpa- suelen presentan mayor intensidad en uno de los lados de la boca, no movilizan los músculos que rodean los ojos ni elevan las mejillas, generalmente son estáticas y duran más tiempo que las sonrisas espontáneas. Además, estas sonrisas no bajan las cejas, gesto que sólo logran articular las auténticas.
¿Por qué no nos damos cuenta de que nos están engañando?
Desenmascarar a un mentiroso no es grato y en muchas ocasiones nos arroja a un océano de discusiones y careos incómodos. Serrat lo dice en una de sus canciones con su poética: “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Si parece tan claro el repertorio de acciones que pone en evidencia al mentiroso, ¿por qué a veces nos resulta tan complicado darnos cuenta de que nos están engañando? Los motivos más fuertes están profundamente anclados en nuestra cultura:
- No hay peor ciego… No sólo no podemos sostenerlo emocionalmente, sino que muchas veces no queremos convertirnos en eximios cazadores de mentiras porque nuestra vida entera sería pura incertidumbre. Muchas veces nos mienten, incluso las personas de nuestra mayor confianza, y esas mentiritas (las “piadosas” como dirían las abuelas) no nos perjudican ni afectan negativamente nuestra cotidianeidad. Entonces, y aunque nos despiertan esa sensación de alerta de la que tanto hemos hablado, simplemente las dejamos pasar. Hacemos, palabras más, palabras menos, la “vista gorda”.
- El segundo motivo está fuertemente ligado a nuestra educación y especialmente a la idea de “no meternos donde no nos llaman”. Esto es precisamente lo que sucede cuando nos encontramos con alguien que conocemos por la calle. Habitualmente le preguntamos “¿cómo andás?”, y aunque escuchamos un “todo bien ¿y vos?” sabemos -mediante ciertas señales de su rostro- que las cosas no van tan bien como quiere hacernos parecer. Sin embargo y pese a los signos evidentes no indagamos ni repreguntamos, sólo le seguimos la corriente.
- El tercer motivo pone como protagonista al engañado, que en muchas ocasiones tiene tanto interés en creer la mentira como el embaucador en decirla. Una situación familiar lo ilustra de maravillas: ella se enfunda a presión un pantalón que hace dos años le quedaba holgado y entre soplido y resoplido le pregunta a su pareja “decime la verdad ¿vos me ves más rellenita?”. Esto deja a la pareja frente a una aporía (un callejón sin salida). Si él le dice honesta y raudamente que sí, seguramente desencadene el enojo de su mujer. Pero él sabe lo que ella quiere oír y va a darle justo en el blanco. Sonríe y le dice simplemente “no, amor, estás igual que siempre, en serio”. Y ella, refutando las leyes del universo de la física, le cree.
La mentira nos acompaña desde siempre…
Detectar una mentira puede no resultar tan fácil como parece pero tenemos un gran punto a favor: somos imperfectamente capaces al mentir. Eso, por supuesto, no significa que no mintamos. Una persona “normal” –no el mentiroso patológico- miente un promedio de 3 veces cada 15 minutos. Sí, así como lo oye. Seguramente se estará preguntando cómo es posible sostener semejante ranking, y la respuesta es sencilla: porque mentir no es solamente inventar, sino también ocultar y tergiversar información.
Numerosas investigaciones en el campo del lenguaje corporal apuntan hacia la mentira y el ocultamiento. Basta recordar algunas de las cosmogonías más populares para comprender que este tema ha sido históricamente un aspecto apasionante en la biografía humana. Recordemos la mentira “original” –no por lo ingeniosa sino porque lo iniciática- de Adán y Eva, o el artificio que los griegos tejieron con un enorme caballo de madera para irrumpir en la antigua ciudad de Troya.
Milenios mediante, los artilugios para mentir parecieran haberse refinado pero así también el ojo que puede revelar, cuestionar, resaltar –como con un fibrón imaginario- las pistas que exponen el embuste.
La reflexión, en todo caso, se despliega a partir de una simple pregunta: ¿es posible sostener todos y cada uno de nuestros vínculos diciendo absoluta y cotidianamente la verdad? Podemos intentarlo, pero por las dudas abra bien los ojos y no se deje engañar.
El mentiroso experto es capaz de sostener largo tiempo la mirada fija pero difícilmente pueda controlar su parpadeo, dado que es uno de los movimientos que se realizan involuntariamente cuando experimentamos una emoción muy intensa.
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